25.11.07

sitcom

Se llama David. Tiene treinta y seis años y SIDA. Tiene el pelo de un negro azabache y muy liso, siempre con esa medida incómoda que cae sobre los ojos y oculta el rostro (serio, cansado y oscuro). Tiene en el brazo una cicatriz de una quemadura y también tiene ganas de suicidarse.

David no tiene la culpa de la mayoría de cosas que le ocurren, a su modo de ver. Tal como el percibe la realidad (su realidad, a fin de cuentas), la vida no es más que una película montada a partir de secuencias en las que él fue el protagonista cuando en realidad debería haberlo sido un doble de escenas de riesgo.

Estuvo ahí, de invitado de última hora, el día de su primer desamor. De haber sido una obra de teatro el público hubiera sido consciente de que David no se sabía el guión. Anduvo de un lado a otro, como lobo inquieto en jaula pequeña, capeando el temporal de preguntas sin respuesta que ella (una zorra amargada, cinco años mayor que él y muy dada a manipulaciones) le lanzaba sin ton ni son. Al final él tuvo la culpa de que ella le engañara con tres o cuatro mamones. Se lo merecía, incluso.

También andaba por allí el día de su primera dosis. Juan siempre fue (desgraciadamente) el único amigo que David consiguió mantener. Juan era alto, desgarbado, de sonrisa fría falsa y fea, y camello de los duros. La imagen de aquel momento se le aparece a David como la de un programa de entrevistas, en el que el presentador, Juan, lanza al aire la pregunta "Quien quiere no vivir?". Y él, en un alarde de estultez se precipita sin haber entendido la pregunta, levanta la mano en el público para salir a participar. Las cámaras le enfocaban a él, único idiota sordo de entre todo un séquito de idiotas. Pero allí estaba él, directamente catapultado hacia el estrellato.

La vida de David es digna de reality show basura, aunque el guión sea lo suficientemente denso como para una sitcom. Y escribirlo quizás haya sido una de las cosas más sencillas que jamás haya hecho. Se ha limitado a vivir, o más bien dicho, a deslizarse como una babosa por la senda de un destino que nunca ha dejado de darle puñaladas traperas en los momentos más desafortunados.

David se despierta y mira por la ventana de su comedor. Hasta hace una semana podía ver el cielo gris y contaminado de Madrid. Ahora solamente puede admirar el ladrillo del edificio que están construyendo junto al suyo.

Sonríe, y en el guión imaginario de la telecomedia de su vida el público obedece ante el cartel que parpadea en rojo e indica "RISAS".

(risas)

Y se ríe.

13.11.07

en el cristal

El frío se cuela por las rendijas de la ventanilla mal cerrada del compartimento. Le cala hasta los huesos, se le mete en las entrañas y se le enreda en el pelo. Es un frío blanco, irreverente y duro. Le hace enrojecer la piel e incluso casi duele solo de pensar en él.

Fuera todo está negro. El manto helado cubre un paisaje que se adivina tétrico, de cuento de terror o película de horror y palomitas. Sombras de árboles danzan en sentido contrario al del tren que avanza.

Una noria de recuerdos se mece entre sus neuronas. Miles de adjetivos, la mayoría de ellos insuficientemente sangrantes, salen despedidos de sus labios mudos hacia él.

Y erran.

El vaho de su respiración deja una fina película en el cristal. Una y otra vez los ojos se le empañan y repite para si el mismo mantra: "no debía ser así".

Muchos kilómetros de vuelta sobre sus espaldas, muchas promesas que bajaron en estaciones fantasma y muchos besos que se quedaron en el compartimento de equipaje de un tren que no iba a ninguna parte.

La respiración se convierte en un jadeo quedo, casi un susurro que enumera porqués sin respuesta ni consuelo, con el "bam-bam" del traqueteo sobre las vías como única compañía.

"Duele", piensa, y esa simple palabra no es capaz de definir la herida que arde de dentro a fuera, que traspasa su pecho y hace crujir los dientes cada vez que piensa.

"Duele, oh sí".

Y en el cristal ha dibujado un corazón roto en mil pedazos.

2.11.07

si yo supiera (o si yo pudiera)

Nada, ¿lo entiendes? Cero, el vacío absoluto. Ese es el regalo que trae la lluvia cuando repiquetea en el suelo de la terraza.

Recuerdo tantas cosas que a veces siento que me mareo. Y puede que ninguna de ellas sea cierta en la medida en que debería serlo. Me canso. Partido tras partido, set tras set, lo único que acabo haciendo es devolver pelotas que iban directamente fuera. Rebobino una y otra vez la misma cinta en formato super ocho, esa en la que te ves a ti mismo más joven y borroso y te avergüenzas de lo que hacías, y aún sintiendo ese rubor sigues poniéndola, una y otra vez, porque las cosas son así y quieres que tus amistades vean lo que hacías.

Y me odio por ello.


Perro viejo en una camada reciente, y de una manera extremadamente dolorosa, sangrante, y palpitante... el único ciego que camina un paso por delante en un mundo de mudos obstinados. A saber cómo me las voy a apañar para encontrar el camino si no hay nada, absolutamente nada, que yo pueda oir para guiarme.


Oh dios como me duele el alma a veces...