26.10.07

mi parte oculta de la luna

La luna me hechiza.

Recuerdo cuando era niño y a las diez de la noche sacaba a mi perro a pasear. Recuerdo cómo podía dejar pasar los minutos contemplándola: me sentaba en uno de aquellos estropeados bancos del parque, bien abrigado cuando era invierno o cuando llovía. Y la miraba.

Sé que de alguna manera ella influía en mis estados de ánimo. Cuando era llena parecía como si todos los caminos que llevaban a alguna parte fueran más cortos; como si los trayectos que hasta ese momento se me antojaran largos pudieran subdividirse en pequeños senderos, fáciles de recorrer si el empeño te echaba una mano. Recuerdo como la miraba preso de unas alegrías azules que no podría definir, y todo me parecían vasos medio llenos, zumos de sabores divertidos y paredes de colores vistosos.

Cuando había luna nueva, o cuando estaba nublado y no podía contemplarla del todo, me embargaban sensaciones tristes. Eran momentos en que independientemente de cualesquiera fueran las circunstancias de mi vida la pena venía a mí si que tuviera que abrirle la puerta ni pudiera cerrársela en las narices. Pequeñas gotas de tristeza resbalando por una superficie plana, todas viniendo de los más dispares orígenes, y yendo a encontrarse en el río triste de mi estado de ánimo.

En ocasiones como aquella se me hacía un nudo en el estómago y los ojos se me encharcaban. Mi perro venía a mí, con ese sexto sentido que tienen todos los animales para esas cosas, y me ladraba, amable, fiel, optimista. Entonces yo le tiraba la pelota y volvía a mi pequeña burbuja de miserias de papel. Puede que fuera una especie de autoflagelación complaciente, una manera de decirle al mundo que, ey, existía, y que para demostrarlo era capaz de rasgarme en dos el alma sin motivo aparente.

Con el tiempo aprendí que no estaba bien ser capaz de alterar mi ánimo de aquella manera.

Y mi perro murió.
Y yo crecí.
Y dejé de contemplar mi parte oculta de la luna.



(pero el nudo en el estómago sigue surgiendo cuando él quiere)


Para i, que no sé si sigue leyéndome a ratos desde ese país que no sé situar en un mapa.

Jo també me'n recordo de tu..

15.10.07

elijo A cuando quiero B

Hoy le ladro a la pena y la soledad. ¿Sabes? a veces tomar decisiones correctas es lo peor que uno puede hacerse.

Hace unos días decidí que A. Pensé largo y tendido cual sería la opción que doliera menos, y esa era B. Pero claro, a veces lo sencillo a corto plazo no tiene porqué ser lo más sensato a largo plazo.

Ayer finalmente hice A. Y con la pena dentro, seguí mirando la tele en un sitio que no era el mío, en un sofá que no era el mío y durmiendo en una cama que durante unas horas sí que fue nuestra. Y ese olor a nosotros ha sido la nana que me ha arropado.

Qué frías pueden ser las noches, las mañanas, y los despertares.

Hoy volvía del aeropuerto. Fuera hacía el mismo sol que en el planeta del que partí a las ocho. Pero dentro de mí, A se removía como un postre a medio digerir, estirando las terminaciones nerviosas de mi cerebro y diciendole que de sol nada, que las nubes amenazaban tormenta y que esta vez no era una lluvia de la que repiquetea en los cristales y te adormece.

Al llegar a casa B ha intentado volver a mi mente. Y al sentarme al ordenador y mirar el horizonte a través de la pantalla apagada, A ha cobrado fuerza tímidamente.

He escrito un mensaje, y he llorado como un niño. Qué imbécil.



Ayer por la tarde, entre risas, toallas, bocadillos y bellotas, hablaba contigo de la química del cerebro. Y hoy esa misma química me devuelve la pelota. Pues aunque no seamos más que carne, hueso y sangre, las agujas de la vida siguen pudiendo atravesarnos.

Elijo A. Y lloro.

3.10.07

Tarde o temprano

Le sirve un café ("cortado, descafeinado de sobre, leche natural, gracias"), como viene haciéndolo cada día desde hará cosa de meses.

Lo observa con curiosidad disimulada desde el anonimato de la barra del bar, mientras atiende a otros clientes con esa máscara de sonrisa de los que acostumbran a trabajar de cara al público.

En la realidad él nunca levanta la vista de su taza, que contempla absorto como si los posos de café fueran capaces de guiarle por inescrutables sendas de elecciones mudas. En la mente de Ana, él pasea su mirada distraída por la clientela de las mesas y acaba posando sus ojos sobre ella. "Son bonitos", piensa la Ana de esos sueños, "azules y profundos".

Pero él nunca la mira. Nisiquiera sabe de qué color son sus ojos.

A los quince minutos exactos desde que entra en el bar el chico se levanta, como siempre, y deja el dinero del café y la propina encima de la barra. Musita un "gracias" con voz apagada, una sencilla palabra que Ana siempre ha considerado que él pronuncia con un tono de tristeza gris. Sale como siempre con el cuerpo encogido como si intentara no destacar, confundirse con lo que le rodea, mimetizarse con un entorno de olor a tabaco viejo, carajillos mañaneros y aceitunas en conserva tras el cristal de la barra. Rodea la misma mesa con el mismo movimiento, mueve la cabeza de la misma forma, abre la puerta con la misma mano izquierda lo justo para dejar pasar su cuerpo, y desaparece calle arriba.

Las once y diez, dice el reloj colgado de la pared lateral del bar. Y Ana, como siempre, sonríe. Mientras el abuelo Antonio le cuenta sus penas del día ella guarda el dinero en la caja registradora. Sonríe porque sabe que tarde o temprano, él la mirará a los ojos y ella podrá devolverle la mirada.

"Hasta mañana", piensa para si. "No hay prisa."