Se vistió como pudo, traje de los domingos convertido en charco de estados de ánimo. Los pantalones y la camiseta no eran más que amarillo triste, gritándose entre ellos que el gris se lleva dentro, y que el coral no tiene nada que ver en esto.
No miró por la ventana, puesto que estaba ciego por culpa de las ecuaciones de segundo grado, y de sus dos incógnitas. Así que se fijó solamente en las motas de polvo, en las gotas secas y en los restos de cemento de las obras del balcón. Cenefas sin patrón calculable jugando a retorcerse hasta que alguien las limpie. Vida triste y breve la suya.
Caminó por el pasillo abrazando eses, lanzando miradas a la hiedra que crece en los marcos de las puertas, esa hiedra que siempre nace cuando el día anterior bebimos demasiado. Se le enredó un poco en las piernas y en los brazos hasta casi hacerle caer, pero una mirada triste bastó para hacerla retroceder.
Desde su habitación le cantaba Maga, hablando de silbidos tímidos y cristales pequeños, con esa voz dulce y ese acento neutro de Miguel Rivera, que mienten sobre una sevilla de haches sonoras y eses con forma de cetas.
Pero el no los estaba escuchando, porque ya estaba delante del espejo;
*** Al mirarse fíjamente su reflejo le pintó un corazón verde en un hombro, echándole el aliento para que se secara de manera permanente. Parpadeó dos veces y el dibujo desapareció dejando un hueco color carne de esferas muertas.
Y justo en el momento en que el reproductor de música de su ordenador le comenzó a cantar Astrolabios, fue consciente de lo que tenía en la mano. La mantuvo, abierta, mientras se veía a sí mismo sonriéndole a las ironías, a la pasta de dientes y a las toallas de colores.
Y le cantó a su imagen:
* Un asterisco en la palma de mi mano
una acotación de tu puño y letra *