30.1.08

Un cuento de piratas

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, unas tierras gobernadas por malvados piratas. En ellas, la crueldad, la sangre, los cañones y las espadas lo regían todo.

Cuenta la historia que el más sanguinario de ellos, el pirata Mombars "el exterminador", llegó a dominarlos a todos mediante el miedo, el odio y la traición. No pocas naves sucumbieron a su salvaje tripulación y a la crueldad de sus métodos, que le valieron el respeto de todos los demás navegantes. Una vez en la cima de su poder se autoproclamó Rey de todos los Piratas y se retiró a su mansión de la isla Gran Caimán, desde donde podía atisbar todos los barcos de bucaneros y filibusteros que atracaban en su magnífico puerto.

Aburrido a causa de su retiro, y sintiendo tanta nostalgia de sus años de sangrientas corredurías, Mombars decidió buscar un sucesor digno de su nombre, para lo cuál proclamó a los cuatro vientos en todas las islas del Caribe la siguiente noticia:

"Yo, el más Grande entre los Piratas, Mombars el francés, más conocido como "el exterminador", deseo encontrar alguien digno de portar mi apodo. Es por ello que convoco a todo aquél pirata que crea reunir las cualidades necesarias para dominar el mar a mi mansión.

Si dicha persona es capaz de demostrar poseer dichas cualidades, pasaré a ser su mentor y mis riquezas no harán más que apoyar su carrera.

Pero... ¡ay de aquél que me haga perder el tiempo! Pues se verá privado de su vida mediante los tormentos por los cuales he llegado a ser famoso.



Firmado: Mombars El Exterminador
"


En las ciudades, en los puertos, en las cantinas y en los burdeles, muchos fueron los que se preguntaron si poseían las cualidades que Mombars demandaba. ¿Sería necesario demostrar valentía? ¿Sagacidad? ¿Acaso la fortaleza era lo que se necesitaba? No pocos piratas desistieron horrorizados al leer la nota y ver que en caso de fallar verían realizadas sus más oscuras pesadillas. Mombars gustaba de matar por el mero placer de hacerlo, y él y su tripulación reían divertidos ante los gritos de agonía de sus prisioneros. ¿Quién sería tan valeroso como para arriesgarse a tan cruel muerte?


Al cabo de unos días, Mombars recibió la visita de un bucanero español. Era éste un hombre de más de dos metros de altura, de larga y negra barba, y de ojos inyectados en sangre. Y habló así a Mombars "Oh, gran Rey Pirata, yo soy aquél que es capaz de dominar el mar". Mombars sonrió y le dijo "acompáñame y demuéstralo", y ambos salieron al suntuoso balcón de la mansión. Desde allí se abría una espectacular vista del puerto y de todo el mar atlántico. Mombars hizo un amplio movimiento con la mano, señalando todo lo que se veía, y le dijo al español:

"Para dominar el mar tendrás que ser capaz de decirme lo que ves. Si lo que describes me convence, tuyas serán mis riquezas. Si lo que describes no me convence, tuya será la condenación".

El bucanero meditó unos instantes, impertérrito, y admiró la vista ante sus ojos. Y al cabo de unos minutos se giró hacia el cruel pirata francés y le dijo:

"Veo un ejército de barcos a mis órdenes. Veo la sangre de mis enemigos tiñendo de rojo las velas de sus propias naves. Veo buques mercantes hundiéndose sin remedio entre los gritos de agonía de sus tripulantes. Veo nobles y capitanes arrodillándose ante mi, suplicando por salvar su vida y otorgándome todos sus títulos en un burdo intento por evitar ser víctimas de mi crueldad."

"Mi poder no tendrá límite si tú estás conmigo, oh Rey Pirata". Y tras este discurso, Mombars levantó su espada en un rápido movimiento y le cercenó la cabeza de un solo golpe. "No dices más que lo que ya soy capaz de ver, necio", dijo para si mismo.

Unos días más tarde se presentó en la mansion de Mombars un escuálido filibustero holandés. Su aspecto era encorbado, pálido, y con una rancia sonrisa de hiena que no desaparecía de su cara ni aún cuando los criados del Rey de los Piratas le plantaron ante él. Y el filibustero holandés habló así a Mombars: "Oh, gran Rey Pirata, yo soy aquél que es capaz de dominar el mar". Mombars sonrió y le dijo "acompáñame y demuéstralo". De nuevo los dos salieron al balcón, y el malvado francés hizo de nuevo un amplio movimiento con la mano, señalando todo lo que se veía, y le dijo al holandés:

"Para dominar el mar tendrás que ser capaz de decirme lo que ves. Si lo que describes me convence, tuyas serán mis riquezas. Si lo que describes no me convence, tuya será la condenación".

El encorbado filibustero meditó unos instantes en silencio, sus esquivos ojos moviendose por el paisaje como los de una rata ante un queso rancio. Y al cabo de unos minutos se giró hacia Mombars y le dijo:

"Veo el botín de mil barcos mercantes en las arcas de mi mansión. Veo las rutas marítimas de Las Antillas plagadas de mis naves. Veo el dinero de mil colonias expoliadas fluyendo hacia mí. Veo las joyas, los esclavos, las pieles y el tabaco llenando mis almacenes y convirtiéndome en el hombre más rico del Caribe"

"Mis riquezas no tendrán límite si tú estás conmigo, oh Rey Pirata". Y tras este discurso Mombars atravesó el pecho del holandés hasta la empuñadura de su espada. Y mientras agonizaba, le dijo: "No dices más que lo que yo ya soy capaz de ver, necio".


Pasaron los días y nadie se presentaba ante la puerta de la mansión de Mombars. Los rumores de la muerte de los dos piratas estaban en boca de todos, y ya nadie osaba ni siquiera alzar su mirada hacia la morada del francés, pues un horrendo final parecía el único destino de todo aquel que se atreviera a acercarse.

Unos días mas tarde, y justo cuando Mombars creía que nadie se plantaría ante su puerta, sus criados le sorprendieron con una nueva visita. Esta vez se trataba de un joven marinero, con aspecto sucio, desaliñado, el pelo largo y enredado, y una cara famélica de no haber comido en siglos. Mombars rió a carcajada limpia al ver su aspecto, pero decidió darle una oportunidad. Y cuando el joven marinero alzó la cara, el francés pudo ver que sus ojos no enfocaban hacia ninguna parte. Irritado, le dijo: "Y tú, niño, ¿tienes el valor de presentarte ante Mombars, si no eres nada más que un mocoso ciego? ¿Crees acaso que me apiadaré de ti si no pasas la prueba simplemente por el hecho de ser invidente? La sangre, hijo, no entiende de esas cosas. Correrá igual fuera de tu cuerpo que la que saldría del cuerpo de un asesino, pues Mombars perdió su piedad hace muchos, muchos años. ¿Sigues queriendo demostrar tu valía?". A lo que el joven marinero contestó, con voz fuerte y segura: ""Oh, gran Rey Pirata, yo soy aquél que es capaz de dominar el mar". Mombars estalló de nuevo a carcajadas, y acompañó al joven a su balcón. Y le dijo:

"Para dominar el mar tendrás que ser capaz de decirme lo que ves. Si lo que describes me convence, tuyas serán mis riquezas. Si lo que describes no me convence, tuya será la condenación".

Y el joven marinero ciego permaneció unos instantes quieto. E inspiró. Llenó sus pulmones con la brisa marina que provenía del puerto hasta que parecía que le iban a estallar. Y permaneció así, sin inmutarse, durante unos minutos.

El pirata, harto de tanta comedia y a la vez divertido, le dijo: "¿Y bien, hijo? ¿qué es lo que tu olfato te dice y que tus ojos te niegan?"

Y el joven le contestó así:

"Huelo a madera mojada, mecida por olas suaves que no saben de guerras y hambruna. Huelo el aroma de la esperanza de las naves que hace muchos años trajeron a los primeros de vosotros a estas tierras. Huelo la sangre y la carne putrefactas de todas aquellas víctimas de vuestras rapiñas y saqueos, tan lejos de sus países de origen, y huelo sus cuerpos hundidos en el fondo de estas aguas embravecidas por vuestra profunda culpa. Huelo el anhelo de libertad que en lo más profundo de vuestras venas de envilecidos piratas os arrastró desde vuestras cunas hacia el mar. Huelo la pasión que pusísteis para aprender a controlar un timón, y huelo también las mismas brisas que de jóvenes os mantuvieron despiertos y asomando por la borda en las noches de calma chicha en alta mar. Y como huelo estas cosas siento pena, por lo que los años han hecho de vosotros y vuestras estúpidas guerras de piratería.

Pues en el fondo de vuestros corazones también vosotros sois capaces de oler aquella arena virgen que antaño pisásteis, buscando la libertad a toda costa que vuestras patrias no podían otorgaros.

Y ahora, malvado pirata, haz de mí lo que quieras. Como tú y los tuyos habéis hecho a lo largo de tantos años. Y como irremediablemente seguiréis haciendo, manchando con más sangre estas tierras de sol, mar, palmeras, arena y peces. Hasta que el último de vosotros muera."



Poco se sabe de cómo termina aquella historia. Algunos os dirán, en lo más profundo de sus borracheras de ron, y en lo más oscuro de alguna taberna gris de la isla Margarita, que Mombars torturó al crío durante años por la osadía de sus palabras.

Y sin embargo, otros, que como aquellos pescadores de perlas que cada día le sonríen a la vida en sus pequeñas barquitas, o como los valientes capitanes que ven cada día menos corsarios en sus rutas, os dirán que sí, que la historia fue cierta, pero que tiene un final feliz. Que Mombars se arrepintió de sus infinitos crímenes, que el joven le abrió los ojos a lo más profundo de si mismo, y que la piratería comenzó a cambiar en aquel mismo instante. Y que en el corazón de todo pirata, incluso el de alguien tan cruel como Mombars, existe algo mucho más puro de lo que nadie pueda imaginar.

El amor al mar que una vez los hizo libres.



dedicado a n, por inspirarme, y a sus sonrisas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

:) voto final feliz.

Anónimo dijo...

...al fin lo lei, desde q lo pubblicaste tarde 2 dias!!!!
jaja
q es bromoa, ya lo habia leido;)

MMMUA

Héctor D. Ruiz dijo...

Que piratón estás hecho x)