Se llama D.
Da igual cuál sea su nombre entero. Las iniciales carecen de importancia cuando la realidad es así de cruda. ¿Quieres llamarlo T? No me importa.
Hace dos días que D no come.
El último bocado que provó no era más que los nimios restos de un podrido menú de hamburguesería gris. Se comió aquellas patatas como si su vida fuera en ello. Algo que, mirado fríamente, no dista tanto de la realidad.
A D le duele todo el cuerpo.
Ayer, al conseguir conciliar el sueño en el interior del cajero automático de siempre, unos jovenes skinheads decidieron pisotearle el alma. En un mundo en el que algunos seres humanos aun se creen con derechos de mirar a otros por encima de múltiples hombros, esas cosas aún pasan. "Vaya si pasan", pensaba D con una extraña calma, mientras su cabeza rebotaba una y otra vez contra el cristal de la puerta.
D no cree en el futuro.
Tampoco cree en el presente. Dada su azarosa existencia, lo único que opina D sobre la vida es que se trata de una dama cruel que juega a los dados con el sr. Destino. Y éste último tiene unos dados trucados. Y la vida tira los suyos y se limita a sonreir ante el resultado de siempre, a encogerse de hombros y mantener esa mirada apacible y bobalicona de vaca en el matadero. Si tuviera que elegir sinónimos que definieran el ahora, su ahora, no sabría qué insulto elegir de entre la ristra que conoce. Para D, solo existe el pasado, en la medida en que recuerda la cantidad de hijoputeces que el mundo le hizo antesdeayer.
D no siempre fue así.
Al contrario de lo que se puede extraer de su apariencia débil, sucia y paupérrima, la boca desdentada de D bebió otrora de las fuentes de otros ríos. Recuerda como si fueran solamente sueños instantes de su propia vida que le parecen tan lejanos como falsos. Y lo peor es que son ciertos. Él ha hecho el amor sobre una alfombra en un hotel de Lyon. Ha viajado en elefante bajo un calor de película en la India. Y tuvo más amantes que puertas le abrió el dinero.
Y ahora D sale de su letargo durante unos instantes y abre los ojos, para encontrar ante él un billete de veinte euros, que se le antoja tan irreal como si una virgen vestal se le estuviera ofreciendo entre coros de dioses rancios. Se incorpora, lo coge, y su sonrisa sin dientes es casi peor que su cara de amargura de pordiosero conformista.
"No está mal", piensa D mientras cae de nuevo dormido. Y en lugar de contar ovejas cuenta maneras extrañas de beberse ese dinero que la puta de la vida le ha ganado al sr. Destino.
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