El tender la mano, hacia blancos que no están ahí, hacia paredes que se atraviesan con sonrisas en la cara y en la frente. Gratuítas y persistentes, manchas de café en el borde de los fogones de una cocina antigua. Y dar el paso y decidirlo.
Viajar en un desvencijado tren, sobre vías semi heladas, notando el frío exterior a través de la ventanilla. Contraste térmico que reconforta: se siente abrigado y estático ante un todo que no deja de moverse de manera borrosa, cómodo en su interior de sonreíres dedicados y esperanzas cosidas (remendadas con tela vieja pero resistente).
Bajarse en un andén repleto de abrigos de colores (en el amplio abanico de grises de la escala cromática), y abrazos en grupos de dos. Un reencuentro no es lo mismo si las álgebras no suman pares o múltiplos de tres.
Coger con fuerza la negra bolsa de viaje y hacer de tripas corazón (y de olvidos presente) y concentrarse en la idea de que volver a empezar no implica comenzar en gravedad cero, sino bailar al son de músicas de alcoba que en ningún libro están descritas.
Y una vez completa su bitácora de cruces y vistos, de nuevo el pasado cobrará sentido, y el niño ruso que una vez fue anciano volvera a pasear por las viejas calles del barrio de Tverskaya, y se impregnará del ambiente serio en el Bulvarnoye Koltso. Finalmente, cuando se mire en el espejo verá al fin la imagen reflejada de ella, y le hará el amor a sus ojos y a sus párpados, a su pelo y a su aliento, a su ombligo y a su perfume.
Nadie será capaz de hacerlos salir de ese frío hotel moskovita, de igual manera que sería imposible explicarles que en el exterior el duro invierno abraza la ciudad, y que la Plaza Roja se ha estado preguntando sobre las durezas de la vida de emigrante, y el porqué de echar de menos cuando lo que la vista alcanza no merece mas que echarlo de más.
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