Reconocería tu voz incluso enmedio de una tormenta vieja. Hablabas en un idioma que no alcanzaba a entender, parecido a cualquiera de los mil dialectos de las tierras africanas de nuestros antepasados. Gritabas
Llegamos allí siguiendo las instrucciones de los viejos del lugar. Tú ibas delante, a cada paso altivo intentando demostrarme que no tenías miedo. "Te demostraré que ella no mató a nuestra madre", dijiste. "No es más que una vieja desdentada muy lejos de su tierra y su gente". Y yo te creí, presa del terror a la oscuridad y a los muertos. Te seguía como lo haría un cordero a otro en un rebaño acechado por chacales.
y yo era consciente de mi impotencia, de mi desesperación. Quería ayudarte pero no sabía como. Y queda en mi memoria tu gesto vago de alargar los brazos; recuerdo a la perfección la forma arqueada de tu antebrazo, tu mano abierta y tus dedos extendidos, intentando alcanzar lo que fuera que estuvieras viendo. Abrí la boca para llamarte
Al llegar a la costa la vimos en un círculo de luz. Encorbada por la edad, con la piel del color del betún y con la textura del caucho viejo. Se giró con satisfacción y arrogancia esperando humillación y terror abyecto por tu parte. Pero tu te sentaste en una piedra, y hiciste algo que ella no esperaba.
pero no surgía palabra alguna. De repente me fijaba en el cielo y todo cambiaba del color. Se abrían las nubes y surgían las voces de los loa. "Sangre", reclamaban. Y todo giraba a mi alrededor. Unos zarzillos negros surgían de tus dedos y se deshacían en mil ramificaciones.
Te burlaste de Mama Djijú. Nunca creíste que pudiera funcionar, y aquella noche a la luz de las antorchas, en aquella playa vacía de una isla de Las Antillas, te reíste de sus historias de dioses en la tierra, de sus cuentos sobre los hougans que liberarían la tierra. Te burlaste de Damballah Wedo y de las historias de sus hijos. Y cuando acabaste de reir, le diste la espalda y te fuiste. Y yo te seguí en silencio, siendo consciente del repiqueteo de la lluvia sobre las hojas de los cocoteros.
Grité. Y al hacerlo desperté, empapado en sudor. Intranquilo, me incorporé a mirar si te habías despertado por mi grito. Y permanecí allí plantado, delante de tu cadáver ensangrentado, pensando en cómo le pediría perdón a Mamá Djijú.
"Ojalá me perdone si le traigo dos gallos negros", pensé fríamente.
Y las lágrimas y la pena no me dejaron dormir.
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