8.9.13

el miedo.

Dardos tranquilizantes lanzados con una cerbatana y con mucha destreza, directos al corazón. Brazos de zombie de película de serie B, de bajo presupuesto y peores efectos especiales, que surgen de una tumba de cartón piedra y sujetan de los tobillos a la guapa de la película. Ese momento en que terminas tu examen y empiezas a alzarte, y te paras justo al darte cuenta de las miradas de reojo y de que eres el primero y el único que está a punto de entregarlo. Ese ahogo en seco, esa parálisis ante una puerta oscura que la parte racional de tu cerebro quiere cruzar, y la parte irracional lo único que quiere es estar de copas en el bar de siempre con los amigos.

Pero la protagonista siempre vive. Y los exámenes se pueden repetir y aprobar. Y las puertas se pueden cruzar. Y no hay dardos que puedan parar a los valientes.

7.9.13

aproximaciones a un jazz (d)escrito.

Una tormenta, con agua cayendo tan furiosa que vibra en todas direcciones, incluso en horizontal. Platos rotos grabados a cámara lenta, cien fotogramas en un latido de corazón. Un grito que rasga en dos el lienzo de un silencio en la más profunda calma. Una carrera a oscuras en mitad de la noche, y tu propia respiración y la de tu oponente son lo único que te guía en un plano de sombras mudas. Rabia contenida durante siglos, eones, desmesurada, colándose por las rendijas de una persiana a medio abrir en una ciudad perdida, y que dejas salir hasta quedarte vacío. Lo que queda de tus pisadas en la arena cuando has recorrido unos metros y las olas han pasado tras de ti, borrando tu rastro como los recuerdos de aquella noche con mucho alcohol y poca mesura.

La calma de un amanecer con alguien que respira a tu compás. Y que te besa en el cuello. Y el jazz se acaba.