11.8.08

del amor (XI) o de lo que deberías cantarme si me quieres para siempre.

Y sonaba La Habitación Roja, y te giraste hacia mí, y pronunciaste en mi oído esas palabras que me ataban para siempre (carne con carne, piel con piel y alma con alma):

"Mis ojos solo se abren para ti
mis manos son para tocarte
mis dias sueños que dicen adios..."

9.8.08

la fe (o de las cosas perennes)

He perdido mi fe en nosotros como especie.

Antaño era capaz de sentarme a pensar y observar, y encontrarle las bondades a las esquinas de todos los gestos, sonrisas, abrazos y movimientos de aquello que me rodeaba. Fueron días buenos en los que regalar confianza no era la transacción fría de esperar tranquilidad a cambio, sino un ejercicio de recibir bondad sin tener que moverse de la silla.

Fueron días felices, de caminar desarmado sin miedo a que el sheriff apareciera y sospechara de ti por tu aspecto de forastero. Nadie sentía la necesidad de disparar.

Ahora las cosas son diferentes. Ahora, salir a la calle implica buscar antes francotiradores en las terrazas de los edificios. Ahora, confiar implica saltar al vacío con los ojos vendados y sin poder clamar ayuda a gritos, esperando que surja de puro azar una mano que te sujete e impida que te hagas trizas.

Antes sabías a ciencia cierta que había una casa a la que volver a resguardarte cuando fuera el frío apremiaba; un hogar auténtico en el que el fuego crepitaba en la chimenea, el sofá esperaba de tu contacto, un perro aguardaba, manso y peludo, para calentarte los pies, y una sopa bien caliente y nutritiva permanecía en un rincón de la mesa. Ahora no hay casa. Ni fuego. Ni sofá. Ni perro. Y la sopa está helada y te deja un regusto amargo.

Cada gota que ha caído en estos últimos tiempos ha colmado su propio vaso. Cada frase lanzada por las buenas, cada sonrisa de veinte duros, cada mensaje vácuo, cada historia de dos días, cada polvo rápido y mal, cada diálogo de besugos, cada espalda que he observado marcharse, no han hecho más que zarandear la fe que siempre he tenido en ciertos pilares para mi inamovibles.

Me he estado equivocando.

¿Qué me queda? El vacío. el contentarme con tenerme, y gracias. El decir "zorra" ante el espejo no con mala idea o como insulto tangible, sino como válvula de escape y culpa para mis propios poltergeist de bolsillo.


Y en el recuerdo, la historia de otras tantas columnas vertebrales repasadas con el dedo. Contornos de mujer recorridos con el índice, cuando ellas dormían y yo observaba sus cuerpos, serenos, mágicos, casi etéreos, en las horas del día en que toda chica era aquella a la que yo había estado esperando. Sabiendo, a mi pesar, que todo acaba.

Y que al despertar de mis ensueños la rotunda espiral de la vida volvería a mostrar su pauta: tras todo hola siempre se esconde un adiós.